Arielismo, una lectura desde Nuestra América Latina y del Caribe


Enrique Santos Molano


     José Enrique Rodó, escritor, periodista y pensador uruguayo, considerado uno de los grandes del pensamiento latinoamericano, y cuyo libro Ariel llevó a sus admiradores póstumos a bautizar con el nombre de Arielismo el razonamiento filosófico y la prédica nuestroamericana del ilustre ensayista, hizo cien años, el pasado 1 de mayo, que murió, solo, deprimido, enfermo y abandonado en un hotel de la legendaria población de Palermo, en Sicilia. Sus restos no fueron trasladados a Uruguay hasta tres años después, en 1920, una vez que lo permitió el final de la Primera Guerra Mundial, que se libraba con encarnizamiento, y resultado incierto, en el momento de fallecer el autor de Ariel, de El Mirador de Próspero y de otros cientos de ensayos que ejercieron grande influencia en las ideas políticas y en los movimientos sociales y culturales  latinoamericanos en la primera mitad del Siglo XX.

     Rodó había nacido en Montevideo, capital del Uruguay, el 15 de julio de 1871, de modo que al morir prematuramente, con cuarenta y seis años no cumplidos, dejaba una obra de vasto alcance intelectual, una obra acabada que muchos, a esa misma edad, apenas empiezan a madurar. Si hubiera vivido algunos años más, los suficientes para contemplar el apogeo de su pensamiento, posiblemente nunca habría aceptado para sus ideas la denominación de Arielismo. De la lectura de Ariel, y demás escritos, publicados en vida entre 1897 y 1913, y póstumos entre 1918 y 1932, no se desprende que el autor hubiese abrigado la intención de rotular su doctrina filosófica bajo el título de arielismo. No se habría equivocado. Esa denominación no identifica el propósito de Rodó de proporcionar a los jóvenes de “nuestra América latina”, como él la llama con un  sentido de la identidad que corresponde a las naciones americanas de habla hispana y portuguesa, es decir, de unos orígenes comunes, latino por un lado, e indígena y africano por el otro, fundidos en una nueva raza. Esa nueva raza es la que Rodó, valiéndose de la voz de dos personajes de Shakespeare, Ariel y Próspero, protagonistas de La Tempestad, quiere ponerles de presente a los jóvenes de América, a quienes dedica su Ariel. Publicado en 1900. Ariel encontró un eco inmediato entre la juventud y la intelectualidad que vibraban con las ideas ardientes del Apóstol de la libertad, José Martí, quien ya había predicado, con la palabra, con la acción y con el ejemplo, la necesidad de completar la inmensa hazaña libertaria iniciada por Simón Bolívar, y la tarea de hacer de nuestra América la patria grande de la nueva raza americana.

     Es evidente que, mientras las figuras de Simón Bolívar y de José Martí mantienen su prestigio en el tiempo, y continúan inspirando los grandes movimientos sociales de nuestra América Latina y del Caribe, la figura y la obra de José Enrique Rodó, de la década de los años sesenta del siglo pasado, para acá, han caído en el olvido de la juventud por la cual  ejerció su ministerio de pensador y en la cual cifró sus esperanzas de forjar esa Patria Grande con la que soñaron Francisco de Miranda, Antonio Nariño, Simón Bolívar, José Martí y el mismo Rodó, cuyos libros son el depósito y la síntesis de las ideas de aquellos libertadores. Como les ha ocurrido en Nuestra América Latina a muchos pensadores importantes, José Enrique Rodó se ha convertido en una personalidad de culto, que cuenta con un número de devotos fervientes, pero escasos, y esa del culto esotérico es la forma más refinada de yacer en el olvido.

     La prédica de Rodó tiene dos vertientes. Una hace énfasis en las ideas estéticas y la conservación y ensanchamiento de las enseñanzas que  nos dejaron los pensadores inmortales de Grecia y Roma. El amor por la belleza, la pasión por la virtud, el arte del buen gusto, el interés por el estudio, la práctica constante de las artes, de la filosofía, de la literatura, el cultivo de las ciencias, como elemento sustancial para mejorar la calidad de vida del ser humano. La otra vertiente es la juventud como único estadio vital capaz de llevar a la realidad los grandes ideales que sustenten la existencia de la nueva raza indolatinoafroamericana.

     Así, dice en Ariel:

     “Toca al espíritu juvenil la iniciativa audaz, la genialidad innovadora”. Hoy día vemos que ese vocablo, innovador, innovadora, está de moda para designar a los jóvenes que introducen ideas nuevas en las distintas prácticas, pero con destino a producir mayores ganancias en los negocios. Es claro que rodó no utilizó el término “innovador” con una intención comercial, sino filosófica. Continúa diciendo:  “Quizá universalmente, hoy, la acción y la influencia de la juventud son, en la marcha de las sociedades humanas, menos efectivas e intensas que debieran ser. Gastón Deschamps lo hacía notar en Francia, hace poco, comentando la iniciación tardía de las jóvenes generaciones en la vida pública y la cultura de aquel pueblo, y la escasa originalidad con que ellas contribuyen al trazado de las ideas dominantes”.

     Debe tomarse en cuenta que, cuando Rodó publica Ariel, en 1900, el cambio de siglo está aparejando una extraordinaria revolución técnica y científica que va a generar los grandes cambios en las costumbres y las comunicaciones del Siglo XX, y que se inicia en la última década del siglo XIX. Han aparecido los Rayos X, el cine, el automóvil, el avión y la Telegrafía sin Hilos, y con ellos nace aquella época irrepetible de esplendor (y también de miseria más o menos disimulada) que se conoce como la Belle Époque. A principios de siglo la juventud europea está alucinada con los nuevos inventos, quiere apropiárselos, y se desentiende de los viejos ideales, lo que genera la reflexión amarga de Deschamps, citada por Rodó; pero Rodó no ve que en la juventud americana existan esos síntomas de indolencia que se advierten en la europea. Sigue diciendo:

“ Mis impresiones del presente en América, en cuanto ellas pueden tener un carácter general a pesar del doloroso aislamiento que viven los pueblos que la componen, justificarían acaso una observación parecida. Y sin embargo yo creo ver expresada en todas partes la necesidad de una activa revelación de fuerzas nuevas; yo creo que América necesita grandemente de su juventud. He ahí por qué os hablo. He ahí por qué me interesa extraordinariamente la orientación moral de vuestro espíritu. Que la energía de vuestra palabra y vuestro ejemplo pueda llegar hasta incorporar las fuerzas vivas del pasado a la obra del futuro. Pienso con Michelet que el verdadero concepto de la educación no abarca solo la cultura del espíritu de los hijos por la experiencia de los padres, sino también, y con frecuencia mucho más, la del espíritu de los padres por la inspiración innovadora de los hijos”.

     De la lectura de los artículos del cubano José Martí, que se publican en los grandes diarios de Buenos Aires y de Montevideo, sin duda nace en el uruguayo Rodó el interés por la vida y la obra del venezolano Simón Bolívar. Rodó dedica años de paciente labor investigativa a estudiar, hasta donde le alcanzan los documentos que le facilitan de Venezuela, principalmente  su amigo el escritor Rufino Blanco Fombona, y finalmente en 1913 publica en su libro, El Mirador de Próspero, un ensayo denso sobre el Libertador, con el título de Bolívar, y el antetítulo de Americanismo Heroico. Traza el siguiente perfil del héroe americano:

“Grande en el pensamiento, grande en la acción, grande en la gloria, grande en el infortunio; grande para magnificar la parte impura que cabe en el alma de los grandes, y grande para sobrellevar, en el abandono y en la muerte, la trágica expiación de la grandeza. Muchas vidas humanas hay que componen más perfecta armonía, orden moral o estético más puro; pocas subyugan con tan violento imperio las simpatías de la imaginación heroica”.

     Y en relación con la unidad de América predicada por Bolívar, y buscada por él, sin éxito, agrega Rodó más adelante, al anotar las causas y consecuencias de la que los enemigos de Bolívar bautizaron con cierta ironía “la Constitución Boliviana”:

. “Con estos planes constitucionales compartía [Bolívar] la actividad de su pensamiento en los días de la plenitud de su gloria, la manera de realizar su vieja aspiración de unir en firme lazo federal los nuevos pueblos de América, desde el Golfo de México hasta el Estrecho de Magallanes”.

En este punto es de justicia anotar que el nombre de Colombia, y el plan de formar una sola nación con los nuevos pueblos de América, desde el Golfo de México hasta el Estrecho de Magallanes, fue una concepción original del también libertador Francisco de Miranda, a quien Simón Bolívar, después del desastre de Puerto Cabello, y ante la decisión de Miranda de entregarse al enemigo para salvar a los jóvenes de la oficialidad venezolana, le hizo el juramento de que la nación que surgiera de la revolución llevaría el nombre de Colombia y que él, Simón Bolívar, emplearía su espada y su pluma para procurar, por todos los medios justos, integrar en uno solo, en una anfictionía federal, las nuevas naciones americanas de habla española. Bolívar, que nunca empeñó en vano su palabra, cumplió con lo prometido a su comandante. Colombia se llamó la República surgida de los Congresos de Angostura, en 1819 y de Cúcuta en 1821; y en 1826, Bolívar convocó el Congreso Anfictiónico en Panamá para dar comienzo a la integración de las naciones latinoamericanas. Solamente que, con la complicidad eficaz del general Santander en Bogotá, y del general Páez en Caracas, los Estados Unidos de Norteamérica hicieron trizas ese sueño.

“No concurre –continúa Rodó-- en el Libertador merecimiento más glorioso, si no es la realización heroica de la Independencia, que la pasión ferviente con que sintió la natural hermandad de los pueblos hispanoamericanos y la inquebrantable fe con que aspiró a dejar consagrada su unidad ideal por una real unidad política. No era en él diferente de la idea de la emancipación: eran dos fases de un mismo pensamiento; y así como ni por un instante soñó con una independencia limitada a los términos de Venezuela ni de los tres pueblos de Colombia, sino que siempre vio en la entera extensión del continente el teatro indivisible de la revolución, nunca creyó tampoco que la confraternidad para la guerra pudiese concluir en el apartamiento que consagran las fronteras internacionales. La América emancipada se representó desde el primer momento, a su espíritu, como una indisoluble confederación de pueblos: no en el vago sentido de una amistosa concordia o de una alianza dirigida a sostener el hecho de la emancipación, sino en el concreto y positivo de una organización que levantase a común conciencia política las autonomías que determinaba la estructura de los disueltos virreinatos.”

     Tal como Bolívar y como Martí, Rodó estaba consciente del peligro que los imperialismos, el europeo y el americano, representaban para la independencia, la unidad política y la libertad de las jóvenes republicas de América Latina. El 3 de septiembre de 1914, recién comenzada la Gran Guerra Europea, que devendrá en la Primera Guerra Mundial, escribe en el diario La Razón de Buenos Aires:

“No olvidemos, por otra parte, que para los elementos reaccionarios y guerreros del viejo continente, América no ha dejado de ser del todo “la presa colonial”, el país de leyenda abierto a la imaginación de la conquista. Un imperialismo nacional europeo, vencedor del resto de Europa y, por tanto, sin límite que lo contuviese, significaría para el inmediato porvenir de estos pueblos una amenaza tanto más cierta y tanto más considerable cuanto que vendría a favorecer la acción de aquel otro imperialismo americano que hallaría en la común conciencia del peligro la ocasión de afirmar sin reparo su escudo protector”.

     El presagio ingrato de Rodó, que él formula más como advertencia que como vaticinio, se cumplió inexorablemente. Las dos guerras mundiales no fueron ganadas por ninguno de los adversarios europeas que armaron aquellas conflagraciones. El ganador de ambas fue un tercero, los Estados Unidos de Norteamérica, que entraron a decidir la victoria para uno de los bandos, cuando ambos estaban al borde del agotamiento, si bien en la Segunda Guerra Mundial la victoria sobre el fascismo y el nazismo no hubiera sido posible de no haber, la Unión Soviética, frenado el avance alemán y destruido el poderoso ejército nazi, obligándolo a retroceder menguado hasta Berlín. El ejercito rojo ocupa la capital del Tercer Reich y clava en lo alto de las ruinas del Reichstag la bandera roja con la Hoz y el Martillo. Estados Unidos no deja de pasar la cuenta por su participación, sin ninguna duda decisiva, en las dos Guerras Mundiales. Al terminar la Primera, emergen como una gran Potencia política, militar y económica, sin pretensiones imperialistas, que existen agazapadas detrás de ese “escudo protector” que enuncia Rodó como un peligro potencial para los vecinos de la gran república del Norte. Ya hemos probado las bondades de ese “escudo protector” desde la doctrina Monroe de 1823 que instituyó a los Estados Unidos como el garante de la Independencia y seguridad de las naciones situadas al sur del Río Grande, de México al estrecho de Magallanes. El escudo con que nos protegía le sirvió a la República Modelo para anexarse los territorios mexicanos de California, Texas y la Florida; despojar a Colombia del istmo de Panamá; asentar sin consentimiento del pueblo cubano una base militar y naval en Guantánamo. Hasta nuestros días el escudo protector  ha sido la herramienta más efectiva utilizada por la hábil diplomacia estadounidense para liquidar uno detrás de otro los intentos de integración y unidad política, frenar el progreso de nuestras naciones condenándolas al subdesarrollo, y mantenerlas en el aislamiento absoluto a unas de otras, aislamiento que Rodó califica de “doloroso” y que en realidad es trágico. Además ha consolidando en el poder a una dirigencia de derecha extrema que garantice la sumisión de la América Latina a los intereses y designios de los Estados Unidos, que para eso nos brindan su escudo protector. La doctrina Monroe cayó en desuso con la Guerra Fría, que se inventó para hacer frente al nuevo enemigo de la democracia amenazada, el comunismo. El comunismo ya no era aquel fantasma que asustaba a Europa, sino una realidad no menos asustadora. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, instituida como resultado de la revolución rusa bolchevique de 1917, con el nombre de Unión Soviética, y regida por un Estado de Derecho Comunista, había sido la auténtica vencedora de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. En consecuencia los soviéticos expandieron, sin pedir permiso, la ideología y el sistema de gobierno comunista a casi la mitad de Europa. El nuevo enemigo de la democracia estaba ahí. Según lo pregonaron los líderes de las naciones libres de Occidente, el comunismo era más peligrosos que el fascismo, más peligroso que la Alemania nazi, más peligroso que todos los totalitarismos juntos y se hizo imperioso combatir y destruir ese nuevo enemigo de la humanidad, ese “basilisco”, vocablo gráfico que acuñó, ya puesta en marcha la Guerra Fría, nuestro gran experto en hacer invivible la república, y líder falangista criollo, doctor Laureano Gómez Castro.

     La participación de las naciones latinoamericanas en la Guerra Fría, también gozaría del “escudo protector” con el que los Estados Unidos han garantizado siempre la seguridad de estas naciones subdesarrolladas de América. La Guerra Fría, en consecuencia, nos trajo muchos beneficios. La violencia en Colombia, que dejó trescientos mil muertos en su primera etapa (1946-1953) y todo lo demás que hemos sufrido hasta hoy, cuando la paz a la que por fin hemos arribado después de setenta años de guerra, recibe de la derecha extrema y combatiente la amenaza de “hacerla trizas” si los neofalangistas ganan las elecciones parlamentarias y presidenciales del 2018. No nos pongamos vanidosos. Colombia no fue la única beneficiada con la Guerra Fría.  La operación Cóndor aplicada en América del Sur a las naciones cuyos gobiernos estuvieran bajo sospecha de ser indolentes frente al peligro del comunismo internacional, engendró largas y sangrientas dictaduras militares en Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Bolivia, con más de cien mil muertos, cerca de treinta mil desapariciones forzadas, cientos de miles de exiliados, miles de bebés secuestrados, y una lista inacabable de horrores que tal vez Rodó no llegó a imaginar que se desprenderían del democrático “escudo protector” de los Estados Unidos, aunque sí lo catalogó como “peligroso”.

     ¿Qué aplicación tendrían en el mundo de hoy, en los comienzos del siglo XXI, el pensamiento y las ideas de un escritor olvidado que le entregó su corazón a esa América nuestra, a la que amó sin reservas, y en cuyo servicio prodigó lo mejor de su esfuerzo intelectual? Los organizadores de este II Simposio Internacional José Martí han querido dedicar un segmento del mismo a recordar, con motivo del centenario de su muerte, la memoria y la obra de José Enrique Rodó y resaltar su prédica de nuestra América.

     Para responder la pregunta que formulo al comienzo del párrafo anterior se requeriría un tiempo y un espacio de reflexión muy amplios, de que no dispongo para esta charla de carácter breve. Haré entonces, para concluir, una exposición apretada de las circunstancias presentes que podrían permitirle en los próximos años a la obra de Rodó recuperar, no su importancia, que nunca ha dejado de tenerla, sino la visibilidad ante la juventud y los intelectuales de Nuestra América, que fueron siempre el objeto principal de las meditaciones y las angustias del gran pensador uruguayo.

     La guerra Fría terminó supuestamente hace más de un cuarto de siglo con la caída del Muro de Berlín en 1989, y la desaparición de la Unión Soviética en 1990. Por esos mismos años echó a caminar una revolución semejante a la que tuvo lugar en la última década del siglo diecinueve y en los inicios del Veinte. La revolución en la tecnología de las comunicaciones,  la Internet, su secuela las redes sociales, la nanotecnología, la nanociencia, han transformado por completo la sociedad, como  ocurrió en la Revolución industrial del siglo XVIII y en la primera revolución tecnológica en 1900; pero hay entre la primera y la tercera, una diferencia clave con la segunda. Al contrario de la revolución industrial, en que las máquinas sustituyeron buena parte de la mano de obra humana, la revolución tecnológica de 1900 exigió una nueva demanda de mano de obra, pues los recientes inventos fomentaron la creación de empresas, la ampliación de otras, y se generó un boom de empleo inédito. Los inventos de 1900 crearon una prosperidad real, mejoraron los salarios de los obreros y la clase trabajadora en su conjunto ascendió en su estatus de vida y se convirtió en un factor indispensable del desarrollo industrial y del crecimiento económico. La revolución tecno científica actuel tiene las mismas características de la revolución industrial de 1750. Las nuevas tecnologías han posibilitado una sustitución impresionante de mano de obra que en algunos países alcanza al 24 y aún al 30 por ciento de la mano de obra disponible. Sobra describir la situación social negativa que ese fenómeno está ocasionando. Y esto es apenas el comienzo. Ya el señor presidente de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras, ANIF, ha anunciado que en los dos años próximos “habrá ajustes fuertes”, un eufemismo para informarnos que el desempleo crecerá en Colombia como nunca antes. Y resulta inevitable. Con la llegada de la Inteligencia Artificial es un hecho que ya, en miles de empresas alrededor del mundo, los robots están sustituyendo  empleo humano. Se calcula que de hoy al año 2020, es decir en menos de cuatro años, se habrá perdido cinco millones de los empleos actuales (más de un millón por año) y que muchas profesiones habrán desaparecido antes de esa misma fecha, absorbidas por la Inteligencia Artificial. El presidente del Banco Mundial declara: “Numerosos trabajos desaparecerán con la robotización”, y sugiere que “debemos cambiar rápido”. A su vez el eminente científico inglés, Stephen Hawking ha declarado: “La Inteligencia Artificial puede ser lo mejor o lo peor que le ocurra a la humanidad”.

     Por el momento sabemos que los temores acerca de que los robots lleguen a tener capacidad de sustituir al ser humano en sus trabajos y oficios más rutinarios, y también en su misma naturaleza, es una especulación sin el menor asidero científico. No hay máquina, ni robot, ni Inteligencia Artificial, por perfectos que sean, capaces de ocupar el puesto de la Inteligencia Real, que sólo pertenece al ser humano. Esa inteligencia, propicia tanto para el bien como para el mal, pero única que genera pensamiento y conocimiento, es cualidad que ninguna máquina tendrá jamás.

     El peligro de la robótica, o de la Inteligencia Artificial no está ahí, sino en la situación social inmediata que la sustitución de la mano de obra humana por la mano de obra artificial, en muchos oficios y empleos donde las máquinas programadas pueden operar con más eficiencia que los humanos, va a producir. Una situación de hambruna, miseria y desesperación espantables, que podría llevar a la autodestrucción total de la humanidad. La dicotomía planteada por Hawking se sustancia en dos perspectivas: La Inteligencia Artificial será lo mejor para la raza humana si un cambio profundo de mentalidad nos lleva a utilizar esa Inteligencia como el dispositivo más valioso para cualificar las condiciones de vida de los habitadores del Planeta Tierra. Y será también, la Inteligencia Artificial, lo peor para la raza humana si las élites mundiales y locales que hoy gobiernan se empeñan en utilizar ese invento prodigioso de la ciencia para seguir oprimiendo, como hasta ahora lo han hecho, a la mayoría de los habitantes de la Tierra.

     En esa encrucijada entran en juego, en primer lugar, la teoría de Carlos Marx sobre el ocio creador, y enseguida las ideas estéticas de José Enrique Rodó sobre la cultura como el supremo estado de bienestar del ser humano. Aunque parecen utopías irrealizables, las dos son indivisibles y están más cerca de nosotros de lo que pensamos, si efectivamente la Inteligencia Artificial es enderezada a soportar un desarrollo de los pueblos igualitario y sostenible. El ocio creador es la condición social propia para el ejercicio de las ideas estéticas y de la cultura, que desde los griegos y los romanos, hasta hoy, como lo anota Rodó, se han utilizado para el disfrute exclusivo de las élites dominantes. La expansión universal de la cultura, impulsada por el ocio creador, dará origen a un nuevo Renacimiento cuyo resplandor iluminará a la humanidad por muchos siglos, incluso por muchos milenios.

     En cuanto al ideal de la Unidad política de nuestra América Latina y del Caribe, tampoco se halla tan lejos como parece. Si estamos aún geográficamente aislados por fronteras artificiales,  la internet  ha ido derribando esas fronteras, con más lentitud de la deseable, pero sin pausa. La desinformación mediática que tanto contribuye a sostener el aislamiento de nuestros pueblos, va perdiendo influencia, pero no se piense que alcanzar la unidad de Nuestra América es tarea fácil, ya  hemos visto sus dificultades tremendas en los años de la primera quincena del siglo, hemos presenciado cómo ese grupo de naciones que eligieron gobiernos progresistas, y que en menos de una década consiguieron reducir de enorme a mínimo el tamaño de la desigualdad social, en poco menos de un quinquenio sucumbieron a la embestida brutal de la ultraderecha. Hoy vemos a los pueblos de esas naciones en abierta rebelión, pacífica, contra sus gobiernos conservadores que, sin ningún pudor, los despojaron de los derechos conquistados. La resistencia continúa, y si no es posible predecir por cuánto tiempo más, si es seguro que en la fuente de las ideas bolivarianas, martianas y arielistas encontraremos la inspiración y la fuerza para para alcanzar la unidad real de nuestra América, que nos hará libres.